Ella y Ella

    Miraba el mar como si se lo fuera a engullir. O el mar a ella. Desde allí olía la ceniza y la desesperación. El humo la rodeaba y le irritaba los ojos y estos le lloraban. Pero no sabía si lloraba por el humo, por el mar o por ella misma. Hacía meses que ya no vivía, simplemente se dejaba llevar por la vida, asentía y hablaba con alguna que otra sonrisa vacía. Todo había cambiado cuando se fue. Y ahora todo había empeorado mucho más. Muchísimo más. 

Miraba el mar porque no podía mirar lo que tenía a las espaldas. Una casa en ruinas. Una casa destruida. La oía quejarse, oía la madera crujir bajo las llamas. 

El teléfono, que no se había movido de su mano en ningún momento, empezó a sonar. Era ella. Dijo que no volvería más. A no ser que se hiciera daño a ella misma o a otros. No tenía sentido, se había asegurado de que la casa estuviera vacía. Dejó de mirar el mar y se miró la mano. Empezó a temblar. Respondió al teléfono.

    —¿Dónde estás? 

    —En el acantilado —respondió, no sin algún titubeo en su voz, a causa del humo y de la culpabilidad, una culpabilidad que le oprimía en el pecho. ¿Qué he hecho? 

    —¿Qué ha pasado? —su voz ya no sonaba desde el teléfono, ella estaba detrás. Notaba su mirada, pero no se podía girar. En realidad no hacía falta explicarle lo que había pasado. Claro que no, ella lo sabía. Pero sabía que lo necesitaba. Necesitaba explicarlo.

    —Lo he hecho. He quemado la casa. Y se ha acabado todo -sonreía. Tras el entumecimiento se sentía bien y mal. Aliviada y culpable. 

    —No —. Una punzada en el corazón. Entonces se giró y, sin mirar el desastre, miró sus ojos, esos ojos que casi eran amarillos, tan raros, que siempre le habían llamado la atención. Su cara angular no le juzgaba, pero tampoco tenía la suavidad del alivio que esperaba encontrar. Su pelo casi blanco se confundía entre tanto humo y ceniza. Había algo diferente en la elegancia de su cuerpo. Se había desfigurado por la tensión, como si ella ya no fuera inofensiva. Ya no era inocente. Lo había hecho. Y se había acabado todo. Pero también veía en sus ojos una tristeza que no acababa de entender, como si fuera demasiado y necesitara un tiempo para asimilarlo. Además, ella había dicho que no. Otra punzada.

Ella intentó forzar una sonrisa, pero solo podía ver la desesperación. No entendía nada, era muy joven. No sabía lo que había hecho. Pero lo tenía que saber. Por el bien de todos. 

    —No. No se ha acabado. Ha empezado. Ha vuelto a empezar. 

    —Pero —ella dio un paso al frente, intentando entender, intentando pedirle explicaciones. Y sintió otra punzada.

    —Por favor, relájate, será todo más fácil, es un momento. 

Levantó la mano, como si fuera a dársela, pero no exactamente. Las punzadas se agravaron, se hicieron más grandes, se expandieron. Se llevó la mano al corazón, le dolía, le dolía... Se golpeó el pecho con desesperación. Cayó al suelo. Primero de rodillas, luego de lado, hacia el mar. Intentó luchar contra el dolor, intentó quemar. Fuego. Pensó en el fuego. En su calidez. En el gris ceniza. En el blanco glaciar de su pelo. En los ojos amarillos de ella, que lloraban. Las dos lloraban juntas.

    —No luches, no luches. Déjate llevar.

Se le entumecieron las extremidades. Empezó a gritar. Pero el grito se vio cortado por una dolorosa y apaciguante explosión. Lo último que ella escuchó. Una explosión desde dentro.

Desde fuera, el sonido fue casi imperceptible. Pero ella sabía lo que había pasado. Porque no era la primera vez que pasaba. O que lo hacía. Se había roto por dentro y es como se sentía ella cada vez que lo tenía que hacer. Se acercó al cuerpo inerte de la persona más importante de su vida. Su pelo rubio se extendía por el césped del acantilado. De su boca, su nariz y sus orejas salía una sangre púrpura todavía caliente. Demasiado caliente, estaba tan caliente que empezó a quemar los hierbajos que tenía a su alrededor. Siempre dejaba una huella en el universo cuando se iba.

    —Esto no es un adiós. Nos veremos en nada —Ella se fue sin mirar más el cuerpo. El cuerpo de una chica que ardía sin arder, el cuerpo al borde del acantilado. No vio cómo sus ojos verdes y sin un ápice de vida miraban el mar. Y se lo querían engullir mientras lo quemaban todo.



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