La estatua sentada en la fuente

Todo el mundo quiere una vida tranquila: un techo bajo el que vivir, un amor que compartir, paz y sobre todo tiempo. Todo el mundo quiere tiempo. Pues eso yo tenía para dar y regalar. Tiempo. Un constructo humano para medir el paso de los años, algo que a mí no me afectaba: no directamente. El tiempo no significaba nada para mí, era movimiento, era gente paseando, surcando caminos de colores. A veces podía parar y observar, pero normalmente dejaba que pasaran, por delante, indiferentes. Esperando. ¿A qué? No sé qué esperaba. A lo mejor que alguien se fijara en mí. A lo mejor a perecer: a deshacerme entre la multitud, a dejar de ser. Pero no estaba segura de ello, simplemente era. Llevaba doscientos años sentada. No recuerdo mi primer día, solo recuerdo la sensación: mi piel, siempre rígida y blanca, petrificada. Mi postura, inamovible: sentada, con las manos en las rodillas, mirando al frente: mirando a la multitud. Nadie solía mirarme, para ellos era un objeto. Pero si se fijaran lo suficiente verían que los observaba, verían que allí había alguien, tras el mármol. 

El mundo pasaba por delante de mí. Colores, ruidos difuminados, borrosos por la velocidad. A veces, algun animalillo usaba mis piernas como regocizo. Recuerdo que una vez tuve un nido de palomas en el hueco que formaba mi vestido encima de mis muslos. Eran molestas, las palomas. Intentaba mirarlas, que se dieran cuenta que no quería ser el soporte de su hogar. A veces me devolvían la mirada, girando la cabeza con ese movimiento tan ridículo que hacen las palomas. Se me quedaban mirando, presintiendo que no era una estatua normal, como mis compañeras: todas iguales por fuera, en apariencia. Ah si, soy una estatua. Supongo que lo soy. Al menos por fuera... en apariencia. Mis compañeros favoritos eran los gatos. Muchos habían usado mi regazo como cama. Supongo que, al contrario que las palomas, notaban mi alma, notaban mis ojos y mi cariño. Mi gato favorito era uno pardo, delgado, con la cola rota y los ojos verdes. Siempre me miraba a los ojos y maullaba. Yo le sonreía tras el mármol y se tumbaba en mi regazo sin dejar de mirarme, pidiéndome permiso. Buen gato. Ese gato consiguió algo que no había hecho en doscientos años, tampoco lo habían hecho las dichosas palomas, ni el tiempo, ni el movimiento de la gente. Consiguió que se fijaran en mí.

Una tarde, con la puesta de sol a mi espalda, con el gato recién tumbado en mi regazo noté como el movimiento de la gente —siempre veloz— empezó a disminuir. Al principio no sabía por qué estaba parando el tiempo si yo no lo quería. Pero luego vi el porqué: me estaban observando. Un humano. El gato se había tumbado en mi regazo y el chico, curioso, se quedó mirando cómo el animalillo me observaba: eso hizo que se fijara, finalmente, en mí. Su pelo rizado caía en tirabuzones sobre sus hombros. Era cobrizo, como sus ojos. Sus ojos, abiertos de par en par me miraban: me miraban a mí, directamente. Me miraban... Le devolví la mirada con ternura. Pobre humano, pobre frágil humano. El humano se acercó a la fuente sobre la que me encontraba. Al ver el agua bajo mis pies decidió sentarse en el borde, sin dejar de mirarme. Así estuvimos horas, hasta que, a la medianoche se levantó con cara de pena, tras bostezar un par de veces. Ese fue el primer dia que vi al chico. Volvió al dia siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Ahora sí que era consciente del tiempo, no podía hacer que pasara rápido porque me observaba y, por extraño que parezca, cada minuto que pasaba mirándome, más sentía que crecía mi alma, y con el crecer de mi alma, la rigidez de mi piel de mármol se iba disolviendo. No quería moverme: no mientras me observaban. Pero cada medianoche, cuando el joven se levantaba, medio llorando, empezaba a deshacer los pequeños nudos de rigidez de mi piel: un primer dedo, hasta el quinto, hasta el décimo, hasta el décimoquinto; una extremidad, dos extremidades, tres, cuatro; la boca, la nariz, la mandíbula, los labios. Al mes ya podía levantarme de mi sitio. Esperaba a una hora en la que no pasara nadie: casualmente, siempre eran las cinco de la mañana. Me levantaba, arrastraba los pies por el agua de la fuente y observaba. Lo primero que miraba era de dónde venía. Era un pequeño trono de piedra decorado con flores y hojas también de piedra. Al lado, una figura esvelta, arropada con un vestido de piedra, encorvada hacia mí. Tenía un jarrón en las manos del cual salía una pequeño riachuelo de agua que caía a los pies de la fuente. Al otro lado había otra figura con otro jarrón,  inclinado hacia la derecha, del cual también salía agua. Eran bellas las estatuas. Sus vestidos parecían de seda pese a ser de piedra. Miré mi vestido y parecía moverse con la brisa nocturna. Lo toqué y vi que también se estaba ablandando. Mi piel y mi vestido seguían teniendo el mismo tono blanquecino, seguían siendo fuertes, pero ya no eran rígidos. Sonreí pese a notar resistencia de los músculos de mis mejillas y me puse a bailar, a testar los movimientos del vestido, a saltar. Hasta que, a la lejanía, escuché unos pasos ajenos. Entonces volví a mi lugar y me puse a observar. Y esperé. Esperé a que el chico de los ojos tiernos regresara. Y así lo hizo. 

Pasaron los días pero todavía no podía revelar mi nueva naturaleza. Quería esperar al momento adecuado. Y llegó: una cálida noche de verano el joven no se fue a la medianoche. No porque no quisiera, sino porque se durmió. Esperé pacientemente: había estado siglos esperando ¿qué más daba unas horas más? A las cinco, bajé de mi trono y, con mis pies dento del agua, observé el sueño plácido del humano. Me atreví a tocarle la mano: estaba acostumbrada a la calidez de los seres vivos, pero la de este humano me sorprendió. Acaricié sus suaves y cálidos dedos: afables, como sus ojos. Me atreví incluso a más: me arrodillé dento de la fuente y con mi vestido y mis piernas en remojo apoyé mi pesada cabeza sobre su pecho. Su corazón palpitaba tranquilamente, al ritmo del sueño apacible. Estuve un rato así, dejándome llevar por el ritmo de sus pulsaciones hasta que, de repente, lo perdieron: una gran pulsación y después una aceleración de la cadencia. Confusa, levanté la cabeza de su pecho y lo entendí todo cuando miré su cara: estaba despierto. Le brillaban los ojos de amor. Yo le observaba sin decir nada, sonriendo. ''¿Es esto un sueño?'', dije que no con la cabeza. El chico sonrió y me cogió las manos entre sus manos y me las besó. ''¡Eres real! Sabía que tenías alma, lo veía en tus ojos. Tus manos, tu piel, son de piedra pero... ¿Lo son? Son frias, pero cálidas a la vez, blandas, como las mías. ¿Quién eres? Cuéntame tu historia...''. No podía hablar: no todavía. Así que le miré a los ojos y volví a decir que no con la cabeza. ''¿No puedes hablar, verdad?''. Esta vez mi gesto fue afirmativo. ''No pasa nada, solo quería decirte que... ¡Que te amo! Nunca había sentido algo tan intenso, por favor, me harías el hombre más feliz del mundo si me dejaras besarte...''. Miré nuestras manos, entrelazadas: las suyas rosas, con la sangre fluyendo; las mías blancas, frías. Le miré a los ojos, el chico de los ojos tiernos. Y dije, otra vez, que sí con la cabeza. 

Al principió dudó, pero luego acercó lentamente su cara a la mía. Primero noté su respiración en mi rostro, luego sus labios en los míos. Era cálido y blando; yo fría y rígida. Notaba la pulsación de sus venas entre mis labios. Quería más calidez, mi alma se estaba abriendo a él. Tras mis ojos ya no había oscuridad: cada vez más luz. Primero blanca, finalmente roja. Quería más. Me separé de él y le miré a los ojos. Ojos cálidos y fascinados; ojos tiernos. Su boca se había quedado entreabierta, sus mejillas, coloradas. ''¡Tus ojos! ¡El amor les ha dado color!''. Oh, tierno y frágil humano. Puse mis manos entre sus rizos y acerqué efusivamente su cara a la mía. Volvía a tener sus labios entre los míos cuando empecé a morder: primero pequeños mordiscos, luego más grandes, luego más. No me había dado cuenta que la piel de mi cara se había vuelto tan flexible hasta que noté su barbilla dentro de mi boca. El chico empezó a apartarse con exclamaciones. Agarré con más fuerza su cabeza, para que no se moviera y abrí todo lo que pude mi boca. Mordí. Mordí fuerte. Hasta que nos separamos y tenía su mandíbula inferior dentro de mi boca. Una cascada escarlata que se escurría sobre su pecho y caía al agua de mi fuente. Empecé a masticar. Su dulce y caliente sangre bajó por mi garganta y empecé a sentirme viva. Hacía dos siglos que no me sentía así. Empujé al sorprendido chico hacia el agua y lo agarré por las piernas para que no se fuera. La sangre me estaba dando fuerzas. Tras acabar de mordisquear la última muela me lo quedé mirando: ¿Qué era lo siguiente? Ah si. Le agarré un brazo y empecé a masticar el hombro hasta que se desunió del cuerpo. Quité manga que me había llevado con la carne y empecé a deborar hasta llegar a la última uña: la del meñique. Miré el resto: el chico había perdido la consciencia, así que supuse que era momento de acabar con su sufrimiento. Le arranqué la cabeza de cuajo, sin morder antes, pues ya había recobrado la fuerza, esa fuerza menguada tras doscientos años de parálisis. Solamente retiré sus ojos de mi ingesta: no me gustaban los ojos. Lo último que dejé fue su corazón. Me gustaba que fuera lo último. También me gustaba que siguiera bombeando, pero bueno, había ido demasiado lento, disfrutando de la carne del chico. Cuando acabé cogí la pequeña mochila que siempre llevaba consigo y metí los restos de ropa y, por supuesto, los ojos. Los ojos eran útiles para más cosas que un manjar. El gato se acercó y me pidió, como de constumbre, caricias. Lo cogí y... ¿No pensaréis que me lo iba a comer, no? ¡Por dios, que es un gato! Un buen gato. Un gato que, cuando lo dejé en el suelo y me alejé de la fuente me siguió. Y todavía me seguía cuando salí de la plaza, mi hogar durante dos siglos y, también me seguía cuando salí de la ciudad, hacia una aventura desconocida.


Y allí estaba, la fuente, con su componente central desaparecido. La fuente: teñida de rojo con la sangre de un chico inocente. De un chico tierno que se enamoró de algo que nadie llegó a comprender. La estatua sentada en la fuente.





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