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Ella y Ella

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     Miraba el mar como si se lo fuera a engullir. O el mar a ella. Desde allí olía la ceniza y la desesperación. El humo la rodeaba y le irritaba los ojos y estos le lloraban. Pero no sabía si lloraba por el humo, por el mar o por ella misma. Hacía meses que ya no vivía, simplemente se dejaba llevar por la vida, asentía y hablaba con alguna que otra sonrisa vacía. Todo había cambiado cuando se fue. Y ahora todo había empeorado mucho más. Muchísimo más.  Miraba el mar porque no podía mirar lo que tenía a las espaldas. Una casa en ruinas. Una casa destruida. La oía quejarse, oía la madera crujir bajo las llamas.  El teléfono, que no se había movido de su mano en ningún momento, empezó a sonar. Era ella . Dijo que no volvería más. A no ser que se hiciera daño a ella misma o a otros. No tenía sentido, se había asegurado de que la casa estuviera vacía. Dejó de mirar el mar y se miró la mano. Empezó a temblar. Respondió al teléfono.      —¿Dónde estás?       —En el acantilado —respondió, no

Algo Maravilloso

Relato escrito en 2018 Una mujer vuelve de una cena de empresa con un pesado cansancio sobre sus hombros. Pese a no tener muchas ganas, la cena ha ido bien: no es que los compañeros sean de su agrado, pero debe reconocer lo agradable que supone para ella una buena comida después de tantos meses de un sin parar ajetreado. También agradece el buen vino, —todavía nota el cálido y aterciopelado rastro que este ha dejado en su garganta...—. Una humedad pegadiza le acompaña en el estrecho, oscuro y larguísimo callejón que sube hasta el portal de su casa. Sus tacones de aguja van marcando el ritmo, casi al compás con el reloj de oro chapado que lleva en su muñeca izquierda. Un baño de sales, caliente, burbujeante, un buen libro y otras cuantas copas de vino le esperan en su acogedor hogar. De repente y sin avisar, la molesta angustia, el desasosiego, la ansiedad, imprega su pensamiento con un millón de escenarios, de situaciones en las cuales se ve asesinada, atracada, apuñalada, estrangulada

Y DESDE AHÍ, ESCRIBO

Divagaciones sobre la escritura y la originalidad, por una persona con Fobia Social. I. En mi habitación Tengo fobia social. Me lo diagnosticaron hace medio año, pero hace mucho más que lo sé. La fobia social es… un enemigo. Fobia: un miedo irracional, pensamiento (ergo, una píldora de subjetividad) llevado a un límite tan vertiginoso que parece real. Fobia viene de Fobos (Φόβος), el hijo de Afrodita, diosa del amor y Ares, dios de la guerra. Esto me despierta una gran curiosidad. Del amor y de la guerra nace la fobia. En mi caso tiene mucho sentido, la fobia social es una guerra constante conmigo misma, una lucha por las cosas que quiero (amor): de entre ellas, la escritura. La traducción anglosajona de la fobia social (social anxiety) la introduce en el espectro de la ansiedad. No me parece descabellado que también se entienda como una ansiedad porque es como un Pepito Grillo malvado. La ansiedad social te susurra desde el rincón más recóndito de tu cerebro que algo va mal. Que te va

La lucha por el presente

Un infante quiere agarrar el agua tibia que cae del grifo al suelo de la bañera y se sorprende cuando se da cuenta de que, aquello que es visible, aquello que, en apariencia, es palpable —¡mira como cae, mira!— no lo es. Eso nos pasa, a todos, con el tiempo: no es visible como lo podría esa agua del grifo, pero sí que nos marca físicamente. Nos envuelve, nos oxida como el hierro, nos madura como la fruta, nos corroe como el viento en la piedra caliza de las montañas. El tiempo es relativo: el tedio, la espera a algo, frena el tictac del reloj, el sufrimiento lo ralentiza todo, en cambio, al contrario, toda diversión lo acelera, la velocidad y el ritmo del tiempo hace que toda conciencia de su paso quede anulada. Hasta que, un día, uno es incapaz de desmigajar los hechos del pasado, ver cómo se ha llegado a ese punto. La adrenalina entumece la consciencia del paso del tiempo. Lo cotidiano, lo ensombrece. El tiempo es, como dijo Franz Kafka en sus notas, bajo el título Él (1920) (dentro

La estatua sentada en la fuente

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Todo el mundo quiere una vida tranquila: un techo bajo el que vivir, un amor que compartir, paz y sobre todo tiempo. Todo el mundo quiere tiempo. Pues eso yo tenía para dar y regalar. Tiempo. Un constructo humano para medir el paso de los años, algo que a mí no me afectaba: no directamente. El tiempo no significaba nada para mí, era movimiento, era gente paseando, surcando caminos de colores. A veces podía parar y observar, pero normalmente dejaba que pasaran, por delante, indiferentes. Esperando. ¿A qué? No sé qué esperaba. A lo mejor que alguien se fijara en mí. A lo mejor a perecer: a deshacerme entre la multitud, a dejar de ser. Pero no estaba segura de ello, simplemente era. Llevaba doscientos años sentada. No recuerdo mi primer día, solo recuerdo la sensación: mi piel, siempre rígida y blanca, petrificada. Mi postura, inamovible: sentada, con las manos en las rodillas, mirando al frente: mirando a la multitud. Nadie solía mirarme, para ellos era un objeto. Pero si se fijaran lo s

El revuelo

—Te has perdido un baile magnífico, hermana.   Pire había entrado en la habitación dando elegantes vuetlas sobre sí misma hasta llegar donde yo estaba, en el tocador, acicalándome antes de dormir. —Ya sabes que no me gustan los bailes, Pire— dije, indiferente, mirándola a través del espejo. —¡Pero este ha sido magnífico! Te hubiera gustado a tí y todo. Me giré y le miré de arriba abajo: llevaba un gran vestido blanco de seda que se movía vaporosamente a medida que se tambaleaba de un lado al otro. —¡Pire, has bebido! — me levanté sorprendida, tirando las cremas y mi peine al suelo. —Solo un poco, hermana... estaban los hermanos Sapot y ya sabes que me da mucho reparo hablar con ellos, así que quería usar el licor para valentarme un poco... Quería recriminar su elección. En nuestra sociedad, la reputación era una cosa muy importante, el mínimo desliz y nos podían echar. Por eso evitaba ir a los bailes: me parecían demasiado tediosos, me aburría y con el aburrimiento acababa haciendo est

El camino hacia la inspiración

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Vuelvo al bosque, al camino al lado del río, a la brisa fresca, a la soledad acompañada por una o dos guitarras, una voz suave y una melodía sencilla. Era la desconexión, el momento de pausa, pero era también el momento de inspiración. ¿Qué podría haber detrás de los árboles frondosos? A veces me imaginaba un castillo abandonado, un castillo en el que las paredes contaban historias de caballeros y princesas. A veces un castillo ocupado por una criatura maravillosa, oscura, apartada del mundo, pero con un universo propio, peculiar. A veces un pintor que intentaba capturar la belleza del lugar: belleza que los habitantes habían olvidado por el propio desgaste de la cotidianidad. Odilon Redon: El camino hacia la Peyrelebade