Y DESDE AHÍ, ESCRIBO

Divagaciones sobre la escritura y la originalidad, por una persona con Fobia Social.

I. En mi habitación

Tengo fobia social. Me lo diagnosticaron hace medio año, pero hace mucho más que lo sé. La fobia social es… un enemigo. Fobia: un miedo irracional, pensamiento (ergo, una píldora de subjetividad) llevado a un límite tan vertiginoso que parece real. Fobia viene de Fobos (Φόβος), el hijo de Afrodita, diosa del amor y Ares, dios de la guerra. Esto me despierta una gran curiosidad. Del amor y de la guerra nace la fobia. En mi caso tiene mucho sentido, la fobia social es una guerra constante conmigo misma, una lucha por las cosas que quiero (amor): de entre ellas, la escritura. La traducción anglosajona de la fobia social (social anxiety) la introduce en el espectro de la ansiedad. No me parece descabellado que también se entienda como una ansiedad porque es como un Pepito Grillo malvado. La ansiedad social te susurra desde el rincón más recóndito de tu cerebro que algo va mal. Que te van a juzgar. Que no caes bien. ¿Quién te leerá? O PEOR… ¿Y si te leen y se ríen de tí? Harás el RIDÍCULO.

Soy muy buena escuchando, me dicen. Siempre lo he sido. También dicen que leer es escuchar. A mí me gusta saborear las palabras, entenderlas, contextualizarlas, visualizarlas. Entonces, escribir es hablar… ¿No? ¿Escribir es comunicar? ¿Es exponer mis pensamientos para que sean escuchados? No se me da bien hablar, me lo ha dicho la fobia social (No sabes, nunca sabrás). No se me da bien escribir, entonces.

¿Cómo vas a publicar algo en un mundo en el que crees que te van a juzgar?

¿Escribir es comunicar? Una vez sale de ti, el texto cae en las manos del receptor. Si nos ponemos analíticas —lógicas, quizá— el texto (toda creación es texto) es un despliegue de varios mecanismos que el lector aprehende y, una vez dentro de sí, amplia. La lectura, dijo Umberto Eco en Lector in Fabula (1993), completa el texto. La página en blanco, la temida página en blanco, nunca se va del texto: es más, el texto está plagado de espacios (pequeñas páginas en blanco) que solamente se rellenan con la lectura. Porque el texto es económico. Yo no puedo escribir todo lo que pienso (por dios, no, no quieres estar en mi cabeza), así que suelto frases, un poco al tuntún a veces, y el lector las rellena con su contexto. 

Hubo una época, cuando tenía trece o catorce años, que me dio la espinilla por la poesía (herencia de mi madre, que firmaba sus sonetos como Pajarillo Azul). Recuerdo escribir palabras sueltas en un papel, letras de canciones, pequeños relatos líricos. Recuerdo personificar el aburrimiento cuando me castigaban en mi habitación sin la Nintendo DS. Recuerdo estar tumbada en la cama, bosquejar palabras, símbolos. Me preguntaba constantemente para quién escribía ¿Para quién escribes, Ariadna? Incluso cuando escribo para mí, escribo para alguien (Eco, 1993). Un texto es una carta, va destinado a alguien. Si no lo fuera, no sería texto.

Escribir es comunicar. Y eso es un problema.

Y he aquí una paradoja: cuando una tiene miedo a hablar en público, hablar con desconocidos y hacerse oír, tiende a apoyarse en su escritura. Una escritura auto-encarcelada da como resultado un silencio forzado. Una autocensura. Escribir es comunicar, comunicar es una oportunidad para ponerse en ridículo. (Lo harás mal, se reirán de ti) Enfrentarse a la página en blanco ya es de por sí dificultoso, pero lo es más cuando tienes en mente un posible lector. Un lector crítico. La fobia social. Mis pensamientos. Yo.

Tu peor enemiga eres tú.

II. En la Academia

Ursula K. Le Guin en su breve ensayo Una cuestión de confianza dijo que «Para escribir una historia tienes que confiar en ti mismo, (...) en la historia y tienes que confiar en el lector». Si falla el primero, el escritor nunca termina nada o lo destroza tras la revisión. En el segundo te pide un gran control y perfección de la técnica. El último, la confianza en el lector, implica tener conciencia de que el público limita. Además, el escritor debe tener una habitación propia y vacía, no llena de críticos. La crítica, se acepta, no se cae en ella. Escribe para ti misma, dicen, no para los demás. ¿Qué pasa cuando eres tu peor crítico? Las palabras de Le Guin son un mantra. Tienes que confiar; es cuestión de confianza. ¿Sí? Quizás, a fin de cuentas, el lema (neo)liberal del Fake it until you make it es realmente efectivo.

No, nunca me ha funcionado.

Siempre pienso antes de hablar; siempre pienso antes de escribir (soy Virgo). Pienso, escribo, procedo a hablar. Pienso, re-pienso lo pensado. Cuando escribo, abro una puerta en mi mente: tengo una idea, le doy vueltas y luego, desde esa idea escribo. Todo lo que escribo es premeditado, aunque sea inconscientemente. Pero el esbozo, croquis, esquema no lo hago. Nunca. No físicamente. La página en blanco es una batalla: a veces la gano, a veces no (el amor y la guerra). Pero es eso, solo una. No hay esquemas. No hay ideas dibujadas. Todo el enlace es directo: desde mis dedos al folio. Y luego, cuando sale de mí es un malentendido, una equivocación -Eco (1993)-. Es sorprendente (pero a la vez no lo es) cuando la gente lee (recibe) mis textos (creaciones) y habla de ellas, entonces descubro algo que no estaba allí premeditadamente, me encuentro de bruces con algo radicalmente distinto a lo que salía de mí. Cuando un texto sale de mis manos, acaba metamorfoseando (agrandándose o empequeñeciéndose). Y ya está. El texto ya no es mío: es de los lectores.

Con esta técnica efervescente, (¡Ola de ideas hacia la página en blanco!) Edgar Allan Poe y yo tendríamos una conversación muy interesante. En su Filosofía de la Composición (1846) rechaza por completo la existencia del frenesí bello o intuición estática (algo que yo busco ideal y desesperadamente en los caminos, los bosques y las playas… y no lo encuentro). En el ensayo propone cómo componer un cuento de manera adecuada. Parte de la intención o del efecto que quiere provocar. Yo lo entiendo cómo una búsqueda de una originalidad. O su estructuración. Por un lado, la originalidad es este efecto que el texto quiere provocar a sus lectores. «Para la elección, no olvidé nunca el designio de hacer la obra universalmente apreciable» (1876:6). Así pues, igualmente que diferimos de la manera de construir las obras, no diferimos en el apunte que le da a los mecanismos de la originalidad. Y quiero centrarme en esto: la originalidad.

Voy a empezar a hablar de la originalidad de una forma muy poco original: su etimología. Allá va… original, del latín originnalis, significa ‘’relativo comienzo’’. Originalidad “cualidad relativa al comienzo’’. Relativo. Relativa. Entiendo que se usa la palabra como “algo relacionado con’”, pero me gusta su segunda interpretación: algo incompleto. No del todo. Más o menos. Porque lo incompleto es realista y porque ya obstaculiza la posibilidad de que sea. ¿Hay comienzos, realmente? ¿Hay finales? La originalidad es algo relativo, subjetivo, humano… Querer empezar de nuevo es la búsqueda de una sensación, la sensación que nos da lo nuevo: ¡Oh! No me lo esperaba. La sensación de ver fuegos artificiales por primera vez.

La originalidad es deliberada, entonces. Eco (sí, de nuevo) en las apostillas de El nombre de la Rosa (1985) decía que «El que escribe (el que pinta, el que esculpe, el que compone música) siempre sabe lo que hace y cuánto le cuesta. Sabe que debe resolver un problema» (1985:15). La originalidad se plantea como un problema que debe solucionarse. Como he dicho antes, nadie escribe para nadie ni nada. La escritura debe resolverse, debe ser legible e interpretable, no hay escrito tan obtuso que sea inaccesible (y si lo hay, es interpretable, que para algo existe la hermenéutica).

La originalidad no existe. No desde la idea de autenticidad. No al menos cómo lo percibimos desde el relato del genio. ¿Qué es el genio? El genio en su origen es un ente metafísico, algo que está dentro, en el ¿alma?, algo que solo unos cuantos tienen. En la Grecia clásica se conocía como Daimon: el poeta invoca a los Dioses o las musas por tal de encontrar la esencia de las cosas (la Verdad), oculta tras un velo. Porque los humanos olvidamos y el Daimon sirve para dejar de olvidar (Aletheia). El Daimon es aquél que puede llegar a la esencia de las cosas. El arte, pues, funciona desde la inspiración divina y dicha inspiración viene del Daimon.

Aunque hoy en día ya no funcione de esta manera, la mitología del genio se ha visto incrustada en las creencias modernas hasta el extremo, metamorfoseándose con otro relato: el del individuo. Porque la idea moderna del genio sale del Renacimiento. El ser humano (o el Hombre, porque las mujeres aquí no tenemos cabida) es una criatura ideada por Dios. El mundo es antropocéntrico y singular. Esta individualidad hace que se quiera sacar el máximo provecho del paso de uno por la tierra. Ser alguien, dejar algo. Que los demás hablen de tí. No morir en el olvido.

Escribes y dejas una parte de tí. Así, cuando no estés, te recordarán. Cuanta más gente te recuerde, más inmortal serás.

A modo de antítesis, el Sturm und Drang quiso proponer un genio que se cultivaba desde la irracionalidad idealizada. El progreso se rechaza, el genio original o auténtico no entiende de reglas: no hay reglas que romper. Tampoco hay nuevas reglas que edificar. No hay progreso ni historia lineal. Proponen, en cambio, un giro estético; lo consiguen. De ahí sale el arte por el arte. El centro de gravedad es el artista (consecuencias, también, del individualismo renacentista). La obra sale de la irracionalidad, de lo imperfecto, destruído, la ruina.

Coleridge, perteneciente al otro romanticismo (el inglés) escribió un poema en dedicación a otro poema, que soñó: Kubla Khan. Or a vision in a dream, a fragment (1797). En el prólogo o nota preliminar lo justificaba como una inspiración onírica empujada por la lectura de la biografía del gran Kan y, cómo no, el consumo del opio. Este es, para mí, el cúmulo de la búsqueda de la inspiración auténtica del genio romántico. Los románticos no fueron los primeros, obviamente, pero sí que ayudaron a reforzar el discurso del genio inspirado, auténtico, destacable, mágico. Me hace especialmente gracia pues el frenesí de la escritura del poema soñado (perfecto, inimitable) se ve interrumpido con una visita mundana.

El mundo irrumpe (en) el sueño romántico.

Kant por su parte en el siglo XVIII pone las bases (ahora sí) de la definición moderna del genio. El genio es un ser soberbio, con facultades únicas e inigualables, un arquetipo, también. El genio es alguien único e irrepetible (Da Vinci no hay más que uno). La genialidad es para Kant un don innato. Pero además, paradójicamente el genio no obedece a ninguna regla desde lo hegemónico, de ahí viene su autenticidad, pero sí que establece, y aquí radica la diferencia con la idealidad romántica, las reglas del arte venidero. El genio es talento, es el que forja las reglas del arte. Genio y talento son, de nuevo, innatos y no son, para nada, meritorios. Kant rechazaba, además, todo proceso racional en la creación artística.

El recorrido del genio es mucho más amplio que esto, obviamente. En la historia han pasado cosas: la más reciente, el giro lingüístico, la posmodernidad y, ya más actual, el capitalismo (neo)liberal. Las estructuras elevadas de la concepción del genio se han destartalado. Ya Adorno en su Teoría Estética (1961) retomó la concepción kantiana para denunciar una fetichización del genio y la hinchazón vacía de una obra. Su sobrevaloración. El genio se convertía en un semidiós y promovía, además, el elitismo. Me gustaría pensar que las cosas han cambiado. Pero no estoy muy segura.

No han cambiado.

El genio contemporáneo es hijo de estas estructuras y concepciones y tiene una cierta tendencia hacia la originalidad (autenticidad). Ya no le rezamos a los Dioses para que nos muestren la esencia de las cosas (Y la diosa vino y, benévola, sujetó mi mano) porque, en realidad, no estamos muy seguros de si podremos llegar a conocerlas. Ya no creemos del todo en esta concepción idílica y romántica de una posición gaseosa y abstracta, fuera y por encima de las reglas. Pero algo nos ha quedado: la desestructuración de lo establecido, impuesta de nuevas reglas y, sobre todo, el individualismo. Porque el genio contemporáneo mantiene una parte de ideal al creerse original (auténtico), al creer que está haciendo algo nuevo, al creer que rompe el suelo que pisa mientras enladrilla caminos inexplicables. El elitismo se mantiene, la ingenuidad también.

Volvamos al principio. En las apostillas Eco dijo ‘’Genius is twenty percent inspiration and eighty percent perspiration: cuando el escritor (o el artista en general) dice que ha trabajado sin pensar en las reglas del proceso, sólo quiere decir que al trabajar no era consciente de su conocimiento de dichas reglas’’(1985:16). No es genio, es trabajo y son buenas ideas. Machaque, dejar la puerta de la mente abierta y trabajar con eso. Macerar ideas, colocarlas, re-colocarlas, como un puzzle dinámico, de esos que no tiene una sola solución. Confianza. Es una cuestión de confianza. Y, es que la originalidad nunca podrá ser auténtica porque un autor es lector y viceversa. Leemos y aprehendemos ideas sin quererlo. El hecho de estar en el mundo, en un mundo lleno de textos, intertextual, no podemos evitar inspirarnos en lo que nos rodea.

Plagio involuntario.

Queremos ser diferentes, únicos y especiales porque nuestros propios relatos nos han hecho creer que todos somos iguales. Pero, para destacar, para hacer algo diferente, hay que tener en cuenta lo que ha hecho el resto. Y, aunque sea una antítesis, nuestras referencias están dentro de nuestras obras. Nuestra voz ha nacido de nosotros, pero también de nuestros autores favoritos. Y la voz de nuestros autores favoritos salió de la voz de sus propios referentes. Y aunque se dé este pseudo-plagio involuntario, lo que se crea es realmente diferente, más o menos. No es auténtico, tampoco único, pero sí que es diferente. Ya lo dijo Borges con el relato Pierre Menard, el autor del Quijote (1939): «Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas». En este caso se trata de una recuperación directa de un referente, pero me parece interesante el ejercicio de considerar la obra como algo completamente distinto pues se está recuperando desde otros ojos, otro punto de vista con un bagaje propio y una intención diferentes.

Actualmente los referentes confesos y la reformulación de obras admiradas (algo que, como llevo diciendo, se ha dado toda la vida y es una de las dinámicas de este pseudo-plagio involuntario) lo conocemos como el fan fiction. Un ejemplo paradigmático que no quiero obviar es el hecho de que el polémico y exitoso Cincuenta sombras de Grey (2011) sea un fanfic confeso del no tan polémico pero igualmente exitoso Crepúsculo (2005). E.L. James ya dijo desde el principio que su saga nació como un fanfic de la saga de vampiros pero enfocado a otro público, menos adolescente, con unas cuantas décadas de edad en la espalda. A Meyer, la autora de la saga de vampiros, no le importa, considera que cada saga es hija de cada autora y ya está. Es cierto que si la autora de Cincuenta Sombras no hubiera confesado la inspiración de su saga, probablemente nadie se hubiera dado cuenta. Lo que trato de remarcar, es que, por el hecho de que sea un fanfic no significa que sea menos o que tuviera menos éxito (no hablo de la calidad de las obras, pero).

Nunca podrás ser original, única e irrepetible.

III. En mi habitación, pero no la misma.

Todo empezó en una habitación relativamente oscura, con una niña que quería ser original, pero que tenía miedo a destacar. Esta niña creció, sus dedos se acostumbraron a la sequedad del pasar de las páginas, aprendió a hundirse en historias increíbles, quiso contar las suyas propias. Aprendió que, para hacer algo, debía enfrentarse a sí misma. Debía enfrentarme a mí misma. A esa parte tan nuclear. La Fobia Social. 

Ariadna.

Me he acostumbrado a observar al resto y a empequeñecerme pensando en un ideal inalcanzable. No molestrás. He evitado crear por miedo a replicar (plagiar), por miedo a equivocarme. No molestarás. He evitado alzar la voz por miedo a los malentendidos. No molestrás. Pero creo que, ahora, en mi habitación, no la misma habitación de antes, no la de la infancia ni la de la academia, he encontrado mi voz. Y desde ahí, desde mi voz, escribo.

(Ya está. ¿Lo habré hecho bien?)

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